1.2. Damas y obreras

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1.2. Damas y obreras Las trabajadoras parisienses vitorearon la ejecución de Olympe de Gouges, guillotinada junto a otros líderes girondinos el 3 de noviembre de 1793. Su mensaje de emancipación de las mujeres no había garantizado el favor y la simpatía de las mujeres de las clases populares. Y no por casualidad. Por un lado, Olympe de Gouges, como las demás representantes francesas del feminismo revolucionario burgués, nunca mostró un interés particular por las condiciones de las mujeres del pueblo. Por otro lado, si bien las leyes sobre el divorcio o las medidas para favorecer una mayor igualdad entre los sexos, como por ejemplo en el ámbito educativo, se habían ganado el apoyo de las mujeres del pueblo, el desempleo y la inflación representaban a sus ojos problemas mucho más urgentes.

Por otra parte, la Revolución francesa no fue ciertamente el único acontecimiento en el que se vio a las mujeres salir a la calle a protestar, de un modo también radical, para pedir pan. Desde el momento en que la gestión del equilibrio familiar, el cuidado de los hijos, de los enfermos y de los ancianos recaía históricamente sobre las mujeres, éstas actuaron a menudo como detonadores de revueltas sociales debidas a la miseria y al hambre. El encuentro entre estos episodios de irrupción de las mujeres en la escena social y política y un feminismo en vía de constitución que veía como protagonistas a las mujeres de las clases más acomodadas fue cualquier cosa menos fácil.

Este feminismo fue denominado feminismo burgués por las organizaciones del movimiento obrero y la denominación, que será posteriormente contestada en el seno del movimiento feminista, ha asumido a veces una connotación peyorativa o liquidacionista, motivada también por un cierto conservadurismo respecto a las reivindicaciones planteadas por estas feministas. El feminismo liberal o burgués naciente giraba generalmente en torno a dos ejes principales: la petición del acceso a la instrucción y a la cultura, que se acompañaba a veces de reivindicaciones concernientes a la posibilidad de una afirmación profesional de las mujeres, y la reivindicación de derechos civiles y políticos, en primer lugar el derecho a la propiedad y a la herencia, el divorcio y el derecho de voto. A menudo estas consignas no se relacionaban con reivindicaciones de justicia social, y las mujeres de la burguesía mostraban una incapacidad de comprensión de la condición específica y de las necesidades específicas de las mujeres trabajadoras. A pesar del hecho de compartir una condición de opresión común, sus formas variaban significativamente según el estrato social al que se pertenecía.

Escrito en 1879, Casa de muñecas de Ibsen llevaba a escena la situación de la mujer burguesa. Nora, forzada a la inutilidad y a la vacuidad de una vida leve e inactiva, a un papel de mero ornamento, en la que las dotes femeninas por excelencia eran representadas por la gracia, la belleza y la condescendencia. Una condición que tenía poco en común con la de la obrera, obligada a unir el trabajo en la fábrica, con jornadas de más de diez horas, a la gestión de una vida familiar plagada de penurias y de partos a repetición. La mujer trabajadora vivía en la mayoría de los casos una situación contradictoria. Estaba insertada en la producción, era activa laboralmente, pero sin que ello pudiera traducirse en una posibilidad de independencia económica en relación con el hombre. De hecho, las mujeres, que por el mismo trabajo llegaban a cobrar la mitad del salario del que recibía un hombre, en la mayor parte de los casos no disponía de los medios necesarios para la propia subsistencia. En esta situación sólo existían dos vías posibles: el matrimonio y la prostitución.

La ceguera frente a esta situación, el hecho de que el activismo de las mujeres burguesas fuera a menudo motivado por una exigencia de emancipación vivida en la mayoría de los casos en el plano individual, hizo difícil el encuentro con las mujeres que empezaban a organizarse, entre grandes dificultades, en el seno del movimiento obrero. Y sirvieron, a menudo, como excusa para los recelos con los que los hombres de las organizaciones políticas y sociales del movimiento obrero observaban las reivindicaciones feministas.

Este fue el caso, por ejemplo, del feminismo burgués alemán, caracterizado, por lo demás, por un cierto conservadurismo, ya fuera en el plano de las libertades sexuales, ya fuera en el de los derechos civiles. En 1865 se funda la Allgemeine Deutsche Frauenverein (la Asociación General de las Mujeres Alemanas). Esta organización no sólo no buscó ni estableció contactos con las obreras, limitándose a construir relaciones con mujeres pertenecientes a algunos sectores de la pequeña burguesía, sino que tampoco preveía la extensión del derecho de voto a las mujeres en sus reivindicaciones. De hecho, buena parte de sus exigencias se limitaban al acceso a la educación. No fue hasta 1902 que el movimiento feminista burgués decidió inserir la reivindicación del derecho de voto entre sus consignas, sin por ello lanzar todavía una verdadera campaña sobre este tema. También en relación con las cuestiones sociales asumió en general una posición contraria a cualquier normativa relativa a la tutela del trabajo femenino, como la prohibición del trabajo nocturno, temiendo que una legislación de esta naturaleza pudiera ser el preludio de una puesta en cuestión el trabajo de las mujeres. De este modo mostraba, sin embargo, su ceguera ante las insostenibles condiciones de vida de las obreras, quienes, más allá de su sobreexplotación en la fábrica, debían cargar con un trabajo de cuidados en casa, algo todavía más penoso si cabe debido a las estrecheces económicas, a la miseria general y a la ausencia de servicios sociales. Estos elementos, unidos a un cierto sectarismo por parte de las mujeres de la socialdemocracia, hacían muy difícil, y para algunas imposible, una unidad de acción de las mujeres de diferentes clases sociales en torno a intereses comunes.

En cambio, fue distinto el caso de Inglaterra, donde el feminismo burgués mantuvo un cierto diálogo con el movimiento de los trabajadores y de las trabajadoras y éste se mostró parcialmente más abierto que otros a la comprensión de la lucha feminista. Sin embargo, las razones de esta posibilidad de encuentro residieron por un lado en la moderación del movimiento sindical inglés, en el cual las posiciones marxistas y revolucionarias eran muy minoritarias, y por otro en el ascendiente ejercido por un socialismo basado, más que nada, en la condena moral de la alienación de las relaciones humanas bajo la sociedad capitalista. Por consiguiente, las mujeres trabajadoras estuvieron más expuestas a la hegemonía del feminismo burgués, sin tener la posibilidad de desarrollar una política autónoma y radical.

La fundación de la Women’s Social and Political Union, por iniciativa de Emmeline Pankhurst y apoyada por su hija Christabel, marcó un nuevo punto de inflexión en las relaciones entre feminismo burgués y trabajadoras. El movimiento, inicialmente ligado al Independent Labour Party, bajo la égida de Christabel Pankhurst se transformó progresivamente en un movimiento de presión por la concesión del derecho de voto a las mujeres, perdiendo cada vez más el contenido social propio. Entre finales de 1906 y principios de 1907, tuvo la capacidad de sacar a la calle a centenares de miles de mujeres, hasta llegar a la enorme manifestación del 21 de junio de 1908. Sin embargo, los lazos con la clase obrera se habían hecho cada vez más lábiles, en pos de una política interclasista que se desinteresaba de cualquier reivindicación social, al concentrarse exclusivamente en la campaña por el derecho de voto. Y la tentativa de Sylvia Pankhurst de ligar la causa del feminismo a la de las clases trabajadoras se tropezó con la firme oposición de su hermana y de su madre.