Pensar desde el feminismo: Criticas y alternativas al desarrollo
Pensar desde el feminismo:Críticas y alternativas al desarrollo
Margarita Aguinaga, Miriam Lang, Dunia Mokrani, Alejandra Santillana
1 Margarita Aguinaga Barragán, socióloga, feminista ecuatoriana, activista en la Asamblea de Mujeres Populares y Diversas del Ecuador (AMPDE). Investigadora del Instituto de Estudios Ecuatorianos (IEE) y hace parte del Grupo Permanente de Trabajo sobre Alternativas al Desarrollo.
2 Miriam Lang, directora de la Fundación Rosa Luxemburg Oficina Región Andina. Doctora en Sociología de la Universidad Libre de Berlín, con especialización en Estudios de Género, y una Maestría en Estudios Latinoamericanos. Su experiencia incluye amplia colaboración con organizaciones de mujeres e indígenas en América Latina.
3 Dunia Mokrani Chávez, politóloga y maestrante de la Universidad Mayor de San Andrés (CIDES-UMSA) en Filosofía y Ciencias Políticas. Activista del Colectivo de Mujeres Samka Sawuri-Tejedoras de Sueños. Coordinadora de Proyectos para Bolivia, Fundación Rosa Luxemburg Oficina Región Andina.
4 Alejandra Santillana, Maestría en Sociología de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO) y militante de la Asamblea de Mujeres Populares y Diversas del Ecuador (AMPDE). Coordinadora de Proyectos para Ecuador, Fundación Rosa Luxemburg Oficina Región Andina.
Artículo publicado en "Más allá del desarrollo",Grupo Permanente de Trabajo sobre Alternativas al Desarrollo,1era edición: Fundación Rosa Luxemburg/Abya Yala, Impreso en Quito-Ecuador, noviembre 2011
El momento actual exige la construcción de un pensamiento emancipatorio que parta de la diversidad y potencialidad de la vida, pero desde una mirada holística, sobre su totalidad. El análisis entrelazado de las diferentes dimensiones de poder es la emergencia revolucionaria a la que debemos avanzar; en ese sentido, una crítica feminista sobre el discurso del desarrollo se asienta sobre la apuesta por un pensamiento integral. El presente texto se sitúa en los debates feministas sobre desarrollo y se articula en varias dimensiones, a partir de la ecología, la economía, el modelo productivo, la colonialidad y el patriarcado.
Nuestro propósito es abordar, desde una perspectiva histórica, los distintos aportes feministas sobre el desarrollo. Consideramos que es fundamental plantear otro esquema de análisis, distinto al esquema clásico sobre el discurso del desarrollo que se centra en los debates académicos y economicistas, ya que el pensamiento feminista se origina precisamente como cuestionamiento político a los efectos de un discurso androcéntrico que históricamente se construyó como científico y universal. Un discurso que ha desvalorizado sistemáticamente otros saberes y ha desplegado efectos de dominación importantes –entre otros, sobre el cuerpo y el habla de las mujeres, desde los discursos históricos de la medicina, el psicoanálisis, pero también desde la filosofía y la antropología (Dorlin, 2009).
Pensar el feminismo como un saber, como una genealogía, como una propuesta para transformar la vida desde una mirada integral, nos permite dialogar tanto con la academia y los discursos políticos como con las luchas individuales y colectivas de las mujeres para trasformar un sistema político, social y económico desigual e injusto. Pero sobre todo, nos permite dialogar con un saber producido desde debates latinoamericanos más amplios. En el actual contexto, donde nuestros pueblos, a través de los recientes procesos constituyentes, han propuesto el “vivir bien” o “buen vivir” como un horizonte distinto al paradigma de desarrollo, el feminismo aporta a su construcción, articulando los procesos de descolonización y despatriarcalización.
Los años 1970: Mujeres en el desarrollo
Las críticas feministas al concepto de desarrollo comienzan a articularse en los años 1970, aproximadamente 20 años después de que este nuevo dispositivo de jerarquización entre el Norte y Sur global haya sido lanzado por el Presidente Harry Truman, de Estados Unidos. La década de los 1970 produjo, como una consecuencia de las revueltas de 1968, la “segunda ola” del movimiento feminista, no solamente en los países industrializados, sino también en gran parte de América Latina. Ésta incluye tanto un feminismo contracultural de izquierda como un feminismo liberal.
En cuanto al desarrollo, la primera hipótesis fue lanzada por la economista danesa Ester Boserup en 1970: ella criticó al desarrollo por ser un sistema excluyente de las mujeres en El rol de las mujeres en el desarrollo económico, obra que plantea una ruptura con una serie de dogmas establecidos en los discursos y las políticas de desarrollo. En base a una investigación empírica en África, Boserup cuestiona los resultados de los programas de desarrollo implementados en las décadas de la posguerra, mostrando que tenían serias implicaciones para el bienestar y la participación de las mujeres. Hasta ese entonces, las mujeres habían sido incluidas en las políticas de desarrollo únicamente como receptoras pasivas o como madres encargadas del hogar, mientras que los recursos de capacitación, tecnológicos y financieros se destinaban a los hombres. Según el esquema occidental, universalizado a través de los programas de desarrollo, estos enfocaban al hogar como unidad receptora homogénea, y especialmente al hombre como “proveedor familiar” que tiene un trabajo asalariado, mientras las mujeres están a cargo del hogar como dependientes. Con ello, se desconocía que en muchas culturas las mujeres trabajaban, por ejemplo, en la agricultura y la producción de alimentos, y existían divisiones sexuales del trabajo diferentes, o mucho más flexibles.
También se desconocía que el hogar, o la familia, constituían espacios permeados por relaciones de poder, con lo que la ayuda al proveedor masculino no necesariamente se traducía en rentabilidad para los y las “dependientes”. La intervención de Boserup y sus contemporáneas fue exitosa en el sentido en que las encaminó hacia la primera Conferencia Mundial sobre la Mujer, el 2 de julio de 1975, en México, y en la cual se declaró a la década subsiguiente como la “Década de la Mujer” por las Naciones Unidas, donde se institucionalizó el enfoque de las mujeres como parte del desarrollo.Éste planteaba no tanto una crítica a la noción misma del desarrollo, sino revertir la exclusión de las mujeres de los múltiples recursos relacionados con el desarrollo. Reivindicaba también terminar con la invisibilización del trabajo productivo y reproductivo con el que las mujeres aportaban significativamente a las economías nacionales (Safa, 1995).
La introducción del concepto “Mujeres en el Desarrollo” (Women in Development, WID, por sus siglas en inglés) permitió la creación de numerosas ONGs que se plantearon facilitar el acceso de las mujeres a los fondos destinados al desarrollo, y su inclusión como beneficiaras de los respectivos programas, que a futuro llevarían un “componente de mujeres”. También se argumentaba que las mujeres, debido a su socialización como cuidadoras que implicaba mayor responsabilidad para el otro, serían mejores administradoras de recursos, con mayor capacidad de ahorro, y se las llegó a considerar como un “recurso hasta ahora no explotado para una mayor eficiencia en el desarrollo” (Jackson, 1992: 89). Lo cual llevó, por ejemplo, a una serie de programas dirigidos especialmente a ellas, como los microcréditos, y a cierto reconocimiento del trabajo de las mujeres en la economía productiva. El enfoque de “Mujeres en el Desarrollo”, sin embargo, no ponía en duda el consenso entre ideologías políticas liberales y la economía neoclásica, inscrito en el paradigma de la modernización, que había caracterizado las políticas de desarrollo en aquellas décadas.
Otra corriente, “Mujeres y Desarrollo” (Women and Development, WAD, por sus siglas en inglés) emerge en la segunda mitad de los 1970 como una respuesta a los límites del modernismo.
Tiene sus bases en el feminismo marxista y la teoría de la dependencia, en los que se ve al desarrollo del Norte como fruto de la explotación del Sur.
Nuestro enfoque critica ambos conceptos, aclarando que las mujeres siempre han sido integrales en los procesos de desarrollo de sus respectivas sociedades -y no solamente a partir de 1970- y que su trabajo, tanto dentro como fuera del hogar, siempre contribuyó a mantener estas sociedades. Pero que esta integración de las mujeres meramente sirvió a sostener estructuras internacionales de inequidad. El enfoque WAD es un enfoque más analítico que el primero, pero no construye propuestas concretas para las políticas de desarrollo, a diferencia del enfoque WID. Al mismo tiempo, WAD analiza poco las relaciones de género adentro de las clases sociales, dedicando muy poca atención a la subordinación de género (algo que ocurre al interior del marxismo en general), poniendo énfasis más bien en las estructuras desiguales de clase y las estructuras opresivas a nivel internacional. Es decir, pone énfasis en el trabajo productivo a expensas del trabajo reproductivo de las mujeres. Al igual que WID, WAD se enfocó en la generación de ingresos para las mujeres, sin contemplar las consecuencias que esto tenía sobre los tiempos de éstas en términos de doble jornada laboral. En consecuencia, esta teoría feminista sobre el desarrollo, al igual que las teorías androcéntricas de la dependencia, de la modernidad y la propia economía política, ubicaron las labores de cuidado en un ámbito “privado” que no genera valor, y por ende, queda por fuera de los propósitos del desarrollo (Rathgeber, 1990).
Los años 1980 son conocidos como la tercera ola del feminismo. Como constata Amelia Valcárcel (2008), es cuando teóricamente la categoría “género” aparece como categoría central de la globalización.
Aún hasta los años 1980, aquellas mujeres de los países latinoamericanos que accedían a los beneficios sociales consolidados por la industrialización parcial del continente, lo hacían a través de subsidios que se entregaban al hombre “proveedor”. Las mujeres no eran consideradas como sujetos de seguridad social directa, ni como sujetos económicos, ni como ciudadanas plenas. Las formas familia y pareja adquirían visibilidad únicamente a través de la figura del hombre/esposo proveedor, mientras que las mujeres estaban encargadas mayoritariamente de la reproducción de la vida de la familia. El hombre ocupaba el ámbito productivo y salarial, y la mujer el reproductivo. Esta brecha fue cerrada a partir de la década de los 1980, con el enfoque conocido como “Género y Desarrollo” (Gender and Development, GAD, por sus siglas en inglés).
Esta nueva corriente tiene raíces tanto en el feminismo socialista, como también en la crítica postestructuralista. Las feministas socialistas, al abordar simultáneamente anticapitalismo y antipatriarcado, lograron cerrar el fallido debate acerca de la “contradicción secundaria” dentro de las izquierdas. Identificaron la división socialmente construida entre trabajo productivo y trabajo reproductivo como base de la opresión de las mujeres, y sentaron las bases para una economía feminista de izquierda (ver Rowbotham, 1973, así como obras posteriores por la misma autora).
GAD es un enfoque constructivista que parte de una perspectiva integral, mirando la totalidad de la organización social, económica y política de la sociedad. GAD no coloca a “las mujeres” al centro de su análisis, sino que más bien cuestiona la presunción de una categoría social homogénea “mujeres”. Enfatiza que ambos géneros son construcciones sociales, más allá del sexo biológico, y que las mujeres son marcadas no solamente por el género, sino por otras categorías de dominación, como su origen étnico-cultural, su orientación sexual, su edad, etc. Plantea la necesidad de investigar estas relaciones de poder en todos los ámbitos sociales y de transversalizar políticas de empoderamiento de las mujeres. El enfoque GAD critica la lógica hegemónica de que el cambio económico por si solo resultará en empoderamiento para las mujeres; y desde allí critica las políticas de microcréditos que se proporcionan, sobre todo, a las mujeres pobres, sin cuestionar la dominación que éstas sufren por sus cónyuges en muchos casos, sin una infraestructura adecuada ni alguna posibilidad de redistribución social que les permita tener éxito en sus microempresas, promoviendo en cambio el endeudamiento femenino y una responsabilidad colectiva muchas veces forzada. GAD pone énfasis en los roles y las relaciones de género, en lo que se llega a llamar el “sistema de género”, y aboga por cambios estructurales en la construcción social del mismo. Insiste que para reducir la pobreza, se requiere de políticas diferenciadas de género. Plantea la equidad como objetivo, visibiliza la doble carga de trabajo que enfrentan las mujeres, y transciende al hogar como unidad de análisis de las ciencias relacionadas al desarrollo. Al mismo tiempo, abre las puertas a contribuciones de hombres comprometidos con la equidad, a diferencia de enfoques feministas anteriores.
Tanto el enfoque feminista socialista de los años 1980 como el enfoque GAD, rechazan la dicotomía entre lo público y lo privado y centran su atención en la opresión de las mujeres dentro de la familia o el hogar, que conforma la base de las relaciones conyugales. Miran a las mujeres como agentes de cambio, más que como receptoras de desarrollo, y enfatizan la necesidad de que las mujeres se organicen para construir representaciones políticas más efectivas. Es en esta época que las feministas comienzan a entrelazar en sus análisis las opresiones de género, raza y clase, y las vinculan con una crítica al desarrollo (Maguire, 1984; Sen y Grown, 1988).
Necesidades prácticas y necesidades estratégicas
En la misma época, en el marco de la producción académica feminista, Caroline Moser (1986, 1993) desarrolla un esquema de planificación de género diferenciado para los programas y proyectos de desarrollo, que distingue entre las necesidades prácticas y las necesidades estratégicas de las mujeres, y que fue ampliamente difundido. Mientras las necesidades prácticas corresponden al acceso a servicios básicos, alimentación, etc.; las necesidades estratégicas son aquellas que cuestionan la subordinación de las mujeres en el sistema de género. Pueden, según el contexto social específico, incluir reclamos por salario igual a trabajo igual, o contra la violencia de género, o proponer que las mujeres puedan determinar libremente su sexualidad y número de hijos, etc. Este esquema de Moser tiene la ventaja de permitir una mayor complejidad en el levantamiento de datos que da cuenta del contexto específico en el que se pretende operar.
Aunque este enfoque fue oficialmente acogido por los grandes organismos internacionales como las Naciones Unidas y el Banco Mundial, y actualmente forma parte del canon hegemónico en la planificación para el desarrollo, su aplicación en la práctica no ha logrado cumplir con los objetivos que se propusieron. El propio esquema de Moser se enmarca en una visión tecnocrática, inherente a las políticas de desarrollo, que pretenden abordar problemáticas complejas y diversas a partir de una “caja de herramientas”, supuestamente aplicable universalmente, pero que implica el traslado colonial de una multitud de preconfiguraciones epistemológicas occidentales a los contextos concretos del Sur.
Políticas neoliberales y feminización de la pobreza
En el contexto neoliberal, la visibilización de las mujeres como sujetas en el desarrollo, no implicó que obtuvieran el reconocimiento de las políticas sociales, sino que se hicieran cargo de las políticas sociales que el Estado neoliberal había abandonado. La desregulación impuesta por los programas de ajuste estructural, condicionantes para América Latina en los años de la crisis de la deuda externa, tuvieron sus efectos negativos más fuertes sobre las mujeres. Las mujeres fueron las encargadas de la generación de autoempleo, y de ingresar en condiciones de desigualdad al mercado laboral, donde sufrían discriminación salarial. Al mismo tiempo, con la orientación de las economías hacia la exportación, la alimentación familiar –tradicionalmente a cargo de las mujeres– se convirtió en una tarea cada vez más compleja. De esta manera, las mujeres asumieron una triple carga. A pesar del supuesto que las mujeres ahora eran “incluidas en el desarrollo”, la modificación patriarcal dentro de la familia y en el espacio público adoptó otra forma, iniciando un nuevo ciclo de empobrecimiento femenino y feminización de la pobreza, anclado a las economías de subsistencia.
Alternativas desde el Sur
Fue durante la segunda Conferencia Mundial sobre la Mujer en Nairobi, en 1985, que el grupo de mujeres del Sur global DAWN, Development Alternatives for Women in a New Era (Alternativas de Desarrollo para Mujeres en una Nueva Era), cuestionó que el problema consistiera únicamente en que las mujeres no participaran suficientemente de un proceso de desarrollo y crecimiento económico por lo demás “benévolos”. El movimiento rechazó la definición reducida del progreso como crecimiento económico, y afirmó que el consumismo y el endeudamiento son factores claves en las crisis que han deteriorado las condiciones de vida de las mujeres en el Sur. Criticó además la sobreexplotación de las mujeres mediante su “integración al desarrollo”, instrumentalizándolas para compensar los recortes de gasto público social impuestos desde el Norte en el marco del ajuste estructural.
Estas mujeres redefinieron desarrollo como “la gestión y el uso de recursos de manera socialmente responsable, la eliminación de la subordinación de género y de la inequidad social, y la restructuración organizativa necesaria para llegar a ello” (Sen y Grown, 1987). Insistieron que el desarrollo económico debía ser considerado como una herramienta para llegar al desarrollo humano, y no viceversa. Las feministas del Sur también criticaron las políticas de desarrollo como una forma de continuación del colonialismo, destacando su desvalorización sistemática de actitudes e instituciones tradicionales en los países “subdesarrollados”.
La corriente feminista socialista de los 1980, por su parte cuestionó el trabajo asalariado de las mujeres –cuyo incremento era el objetivo de la estrategia WID – que históricamente siempre había sido devaluado frente al de los hombres. Estas autoras reivindican salario igual por trabajo igual, y analizan las condiciones de trabajo de las mujeres en sectores feminizados como la industria maquiladora. Evidencian cómo la feminización de ciertos trabajos, que ocurrió históricamente con la irrupción creciente de las mujeres en el mercado laboral, conllevó a una desvalorización de aquellas profesiones como “trabajo de mujeres”, lo que deterioró tanto su estatus social como los respectivos salarios. Un buen ejemplo de ello en gran parte de América Latina es el caso del magisterio en la educación primaria y secundaria, del que las mujeres empezaron a ocuparse en la segunda mitad del siglo XX.
Feminismos poscoloniales
A partir de los años 1990, en lo que se conoce como feminismo poscolonial, algunas feministas del Sur criticaron con fuerza tanto un esencialismo feminista que afirma alguna superioridad innata natural o espiritual de las mujeres, como los afanes homogenizadores del feminismo hegemónico y de un etnocentrismo anclado en el Norte global, que tendía a homogeneizar el concepto de “mujer del tercer mundo” como grupo beneficiario del desarrollo. Las feministas poscoloniales recogen muchos impulsos de la escuela deconstructivista, así como de las feministas negras, chicanas y lésbicas de EE.UU. de los años 1980, quienes fueron las primeras en insistir en la diferencia.
En este marco, por ejemplo, la hindú Chandra Talpade Mohanty indica que el uso de una categoría “mujer” homogénea, que apela a la “sororidad”, reduce a las mujeres a su condición de género de manera ahistórica, obviando otros factores determinantes de su identidad como lo son la clase y la etnicidad. Mohanty afirma que si consideramos a las mujeres del “tercer mundo” como oprimidas, hacemos que las mujeres del “primer mundo” sean los sujetos de una historia en la que las mujeres tercermundistas tendrían el estatus de objeto. Esta no es más que una forma de colonizar y apropiarse de la pluralidad de diferentes grupos de mujeres situadas en diferentes clases sociales y étnicas. Además, el universalismo etnocéntrico feminista tiende a juzgar las estructuras económicas, legales, familiares y religiosas de diversas culturas del Sur global, tomando como referencia los estándares occidentales, y definiendo estas estructuras como “subdesarrolladas” o “en desarrollo”. De esta forma, el único desarrollo posible parece ser el del “primer mundo”, invisibilizando así todas las experiencias de resistencia, que son consideradas marginales (Portolés, 2004). Mohanty plantea en cambio, un feminismo transcultural a partir de una solidaridad feminista no colonizadora, no imperialista y no racista (1997). Las reivindicaciones culturales devienen fuentes de transformación, desde el reconocimiento de la diferencia.
La teórica feminista poscolonial de origen bengalí Gayatri Spivak, considera al desarrollo como sucesor neocolonial de la misión civilizadora del imperialismo. Ella critica un sistema económico neoliberal mundial que, en nombre del desarrollo e incluso del desarrollo sostenible, elimina cualquier barrera para penetrar en las economías nacionales frágiles; afectando peligrosamente cualquier posibilidad de distribución social. Spivak hace notar que los Estados en vías de desarrollo no solo están unidos por el vínculo común de una destrucción ecológica profunda, sino también por la complicidad entre los que detentan el poder local y tratan de llevar a cabo el “desarrollo”, por un lado, y las fuerzas del capital global, por el otro. Spivak aboga por un esencialismo estratégico por sobre las diferencias existentes entre mujeres, para forjar alianzas alrededor de luchas concretas, como por ejemplo, la lucha contra el control de la reproducción. Según ella, “la responsabilidad del agotamiento de los recursos mundiales se concentra en la explosión demográfica del Sur y, por ende, en las mujeres más pobres del Sur” (1999). El control de la reproducción en los países pobres proporciona una justificación para la “ayuda” al desarrollo y aleja la atención de los excesos consumistas en el Norte. Para Spivak, la globalización se manifiesta en el control de la población, exigido por la “racionalización” de la sexualidad, así como en el trabajo posfordista en el hogar que, aunque data de etapas muy anteriores al capitalismo, es un residuo que acompaña al capitalismo industrial (Portolés, 2004).
Por otro lado, desde la mirada holística que proponemos, la crítica de la heterosexualidad reproductiva como forma de organización social dominante, productora y reproductora de los sistemas de dominación patriarcal y colonial, debe formar parte de una crítica general al desarrollo.
Ecofeminismos
Otro debate importante dentro de las distintas corrientes feministas con las que se debe interlocutar desde una perspectiva crítica al desarrollo -y sobre todo si pensamos en la tarea de vislumbrar un horizonte de transiciones hacia alternativas al desarrollo- es el debate ecofeminista, que señala que existen importantes paralelos históricos, culturales y simbólicos entre la opresión y explotación de las mujeres y de la naturaleza. De hecho, en los discursos patriarcales, la dicotomía mujer/hombre corresponde frecuentemente al de naturaleza/civilización, emoción/razón o incluso tradición/modernidad, desvalorizando siempre a la primera categoría del binomio.
El ecofeminismo surge como una propuesta de contracultura a partir de los años 1970, que denuncia la asociación desvalorizante que el patriarcado establece entre las mujeres y la naturaleza. Critica también a las izquierdas por no incluir esta reflexión, y cuestiona el paradigma de progreso del “socialismo real” y de las corrientes surgidas al interior de los partidos comunistas.
Una de las corrientes ecofeministas, llamada esencialista, parte del supuesto que existe una esencia femenina que coloca a las mujeres más cerca de la naturaleza que a los varones. La mujer aparece como una suerte de esperanza de la humanidad y de conservación de la naturaleza a partir del supuesto de que por esencia, es más proclive a la defensa de los seres vivos y a una ética del cuidado, cuyo origen radicaría en el instinto maternal.
Sin embargo, otra corriente ecofeminista rechaza este tipo de esencialismo para producir lecturas más ricas en su complejidad. Estas autoras, como Vandana Shiva, Maria Mies o Bina Agarwal, ubican el origen de una mayor compatibilidad de las mujeres con la naturaleza en la construcción social e histórica del género, específica en cada cultura. La conciencia ecológica de género para ellas nace de las divisiones de trabajo y roles sociales concretos establecidos en los sistemas históricos de género y de clase, y en las relaciones de poder político y económico asociadas con ellos –por ejemplo, cuando las mujeres asumen en la repartición de tareas familiares y comunitarias la búsqueda de leña o agua, o el cuidado de los huertos (Paulson, 1998). Denuncian que aquello que recibe el nombre de desarrollo, en realidad encubre una estrategia de colonización desde occidente, que tiene su base en relaciones de dominio hacia la mujer y la naturaleza. Dice Vandana Shiva: “Aunque las cinco últimas décadas se han caracterizado por un desarrollo mal orientado y la exportación de un paradigma industrial occidental y no sostenible, en nombre del desarrollo, las tendencias recientes se orientan hacia un apartheid ambiental en el que, a través de la política global establecida por la ‘santísima trinidad’, las empresas multinacionales de occidente, apoyadas por los gobiernos de los países económicamente poderosos, intentan conservar el poder económico del Norte y la vida de derroche de los ricos. Para ello exportan los costos ambientales al Tercer Mundo” (2001:1).
Para la ecofeminista alemana Maria Mies, el cuerpo de las mujeres es la tercera colonia, aparte de los Estados colonizados y la naturaleza sometida. Esta postura articula la denuncia de los procesos coloniales como formas patriarcales de dominio, y por lo tanto, induce una postura crítica al desarrollo, a fin de que sea pensada en una articulación compleja de formas de descolonización y despatriarcalización.
Desde esta perspectiva, hablamos de una mirada de transformación hacia alternativas al desarrollo que apele a la conciencia ecológica de las mujeres, no puede desentenderse de una crítica paralela a la división sexual del trabajo, que produce poder y riqueza en función de las posiciones de género, raza y clase. Este punto es fundamental si consideramos que muchas veces en los discursos sobre el buen vivir, en un esencialismo cultural, se termina atribuyendo a las mujeres indígenas el papel de guardianas de su cultura, vistiendo traje tradicional, mientras que los hombres occidentalizan su aspecto para migrar a las ciudades. Esto sin que paralelamente se asuma el compromiso político de criticar todo aquello que al interior de las culturas produce desigualdades de género.
Maria Mies, partiendo de una crítica de las ciencias económicas, incluyendo el marxismo, señala que éstas invisibilizan en gran parte las precondiciones que hace posible el trabajo asalariado: el trabajo de cuidado, la reproducción de las mujeres, el trabajo de pequeños productores agrícolas que garantizan la subsistencia o la satisfacción de necesidades básicas a nivel local (muchas veces a cargo de las mujeres, con la emigración de los hombres a las ciudades) y que no están insertos en el modelo de acumulación capitalista. De igual manera invisibiliza a la naturaleza misma como abastecedora de recursos naturales. A pesar de que estos ámbitos constituyen el sustento sin el cual la acumulación capitalista no podría existir, son invisibilizados en el discurso y las políticas económicas hegemónicas, y considerados “gratuitos”. Esta invisibilización, según Mies, lleva a ignorar los costos ambientales y sociales del desarrollo, que mediante indicadores como el Producto Interno Bruto (PBI), únicamente consideran el trabajo que contribuye directamente a la generación de plusvalía, sin establecer vínculo de forma alguna con el bienestar humano. Mies llega a la conclusión de que la sustentabilidad es incompatible con un sistema económico basado en el crecimiento, lo que le lleva a cuestionar la primacía de la economía en las estrategias para lograr el bienestar. Ella propone un modelo alternativo, que coloca la preservación de la vida como objetivo central, es decir, las actividades reproductivas que serían compartidas por hombres y mujeres, y los actores marginalizados por el discurso capitalista, incluyendo a la Naturaleza. Mies enfatiza la importancia de los bienes comunes y de la solidaridad entre comunidades, así como de las tomas de decisión comunitarias que cuiden el interés colectivo. Sugiere superar el antagonismo entre trabajo y naturaleza, y priorizar las economías locales y regionales en lugar de los mercados globales, para recuperar la correlación directa entre producción y consumo (Mies, 1998).
Para otras ecofeministas como la brasileña Ivone Gebara, quien construye su reflexión desde la teología feminista, el cuestionamiento fundamental al desarrollo reside en que éste constituye un discurso hegemónico de la modernidad. Gebara plantea que la modernidad introduce dos hechos fundamentales: la tortura de brujas y el establecimiento del método científico, en un contexto donde las mujeres son definidas en el espacio doméstico como subordinadas a las relaciones matrimoniales y a la familia; y en donde, paralelamente, la Naturaleza pasa a ser dominada por el espíritu científico masculino. Para Gebara los oprimidos, las mujeres y la Naturaleza, estuvieron presentes en los discursos de las estrategias dominadoras de la política, la filosofía y la teología del pensamiento moderno occidental desde la emergencia del capitalismo. El ecofeminismo implica entonces plantear que el destino de los oprimidos está íntimamente ligado al destino de la tierra: “Toda apelación a la justicia social, implica una eco-justicia” (citado en Pobierzym, 2002).
La ecología feminista también tiene otro rostro concreto, que propone un cuestionamiento a la situación de las mujeres frente al medio ambiente y que fue promovido por organismos de la cooperación internacional desde mediados de los 1990. Nuevamente se critica al desarrollo para decir que las mujeres viven en condiciones de opresión, ya que están expuestas a un exceso de trabajo medioambiental, poco reconocido, y suelen ser vistas como “las encargadas” del cuidado de la Naturaleza. Esto sin tomar en cuenta los obstáculos que enfrentan (de sobreexplotación, de subordinación) para participar activamente en los procesos de decisiones sobre el manejo y la gestión de los recursos ambientales (Nieves Rico, 1998).
Economía feminista y economía del cuidado
Es en la economía feminista que el feminismo establece críticas y teorizaciones sobre la concepción de la naturaleza, el modo de producción capitalista, la esfera de la reproducción y su relación con la producción. Las economistas feministas, en primer lugar, deconstruyen algunos mitos de las ciencias económicas hegemónicas: en lugar de apoyar la hipótesis que el mercado funciona de manera neutral y genera bienestar para todos y todas indiscriminadamente, preguntan cuáles valores se están creando en la economía y para quiénes. En segundo lugar, critican el mercadocentrismo de las ciencias económicas, aduciendo que el mercado no es el único ámbito donde se realizan actividades económicas, sino que existe una amplia mezcla entre mercado privado, prestaciones estatales, actividades sin fines de lucro, sectores informales y los hogares (Knobloch, 2010). Al igual que Maria Mies, ellas parten del supuesto que el trabajo no remunerado realizado en el ámbito del hogar genera valor económico en cuanto mantiene la fuerza de trabajo de las personas de este hogar. La economía feminista no solamente pretende visibilizar este valor económico con metodologías de contabilización nacional, sino también crear conciencia sobre la sobreexplotación de las mujeres, que si bien en tiempos recientes participan de forma creciente en el trabajo asalariado, siguen siendo responsabilizadas del trabajo en el hogar. Como lo visibilizan las encuestas de uso del tiempo, incluso en las sociedades industrializadas del Norte, la totalidad del trabajo no remunerado realizado en una economía nacional es mayor al volumen total del trabajo remunerado (Winkler, 2010). En América Latina, la prestación pública de servicios de cuidado es mínima, lo que empeora esta sobreexplotación y le da un fuerte sesgo de clase, dado que conseguir cuidado depende del poder de adquisición de servicios privados (Rodríguez, 2005). El objetivo es entonces, construir igualdad en el ámbito privado y en la distribución de carga de labores tanto dentro como fuera del hogar.
Hasta ahora, ni el PIB ni los presupuestos públicos visibilizan el valor y la productividad del cuidado. Este debate se relaciona indirectamente con el concepto de desarrollo, en cuanto denuncia la ceguera de las políticas macro y microeconómicas hegemónicas desde la economía clásica hasta tiempos presentes. Del mismo modo, cuestiona que las estrategias de desarrollo centradas en el crecimiento, la integración de las mujeres al mercado y el combate a la pobreza, bajo estos preceptos, puedan generar bienestar. Tampoco se conforma con que la cooperación internacional al desarrollo haya colocado a las mujeres en el centro de sus estrategias de “fomento económico”. Como constata Annemarie Sancar, la esteriotipación biologicista de las mujeres y el énfasis en sus “capacidades especiales” marcan hasta hoy la orientación de programas de desarrollo: “Hoy está claramente a la vista que en ello no fueron tan decisivos los derechos de las mujeres, sino más bien los anhelos de crecimiento de economías neoliberales. Las mujeres fueron descubiertas como buenas empresarias y como motor de crecimiento, siguiendo el concepto de smart economics [economía inteligente] del Banco Mundial” (Sancar, 2010).
La economía del cuidado identifica la necesidad del cuidado de niños y niñas, personas enfermas, con capacidades diferentes o ancianas, etc., como una de las necesidades humanas más importantes para vivir una vida en plenitud, relacionada con la dignidad, que sin embargo fue completamente obviada por el discurso político y el reduccionismo economicista del desarrollo. En este sentido, el debate acerca de la economía de cuidado tiende puentes hacia el buen vivir como horizonte de transformación. La economista feminista Ulrike Knobloch (2010) plantea una ética de la economía más allá del criterio de eficiencia, que pregunte por el sentido de cada actividad económica bajo el objetivo de alcanzar el buen vivir: ¿cuáles son los objetivos fundamentales de la economía? Según Knobloch, solamente puede ser un medio para alcanzar un fin superior, lo que nos remite a la filosofía, es decir, mucho más allá de las ciencias económicas. Mientras éstas parten del supuesto simplista de que el mercado satisface las preferencias de los sujetos económicos, según Knobloch, no podemos asumir automáticamente que el mercado provea a niños, niñas, hombres y mujeres con lo que realmente necesitan para una vida plena. Otra pregunta que plantea Knobloch respecto a la economía está orientada a la meta de una convivencia justa. ¿Para quién genera valores nuestras prácticas económicas? ¿Qué principios se deben observar para garantizar la convivencia justa? Una ética económica sensible al género debe, además, superar la perspectiva androcéntrica focalizada en el trabajo asalariado para visibilizar cómo la economía moderna se basa en la inequidad de género. En lugar de un homo economicus asexuado, debe contemplar a hombres y mujeres en sus respectivos contextos y condiciones de vida.
La economía del cuidado critica la privatización e individualización de las prestaciones sociales del neoliberalismo, y reclama una política pública de cuidado. Ésta no implicaría “necessariamente que el Estado sea el proveedor de la totalidad de los servicios de cuidado requeridos para la reproducción social, sino que diseñe una integración entre distintos efectores de manera que garantice una solución colectiva a la demanda de cuidado de la sociedad” (Rodríguez Enríquez, 2005: 29). Propone que el trabajo de cuidado sea colocado al centro de las estrategias políticas, que por lo demás deben fomentar el accionar comunitario. Reivindica la democratización del uso de tiempo, para permitir que también las mujeres tengan tiempo de ocio. En este sentido la feminista socialista alemana Frigga Haug propone lo que ella describe como una “economía del tiempo”. En su “utopía desde las mujeres para lograr una buena vida para todos y todas”, que por cierto se sitúa en el Norte global, Haug plantea distribuir el tiempo de vida entre trabajo asalariado, reproducción, cultura y participación política. Plantea la reducción drástica del tiempo de trabajo asalariado a cuatro horas diarias, para garantizar la productividad necesaria, democratizando el acceso al trabajo en un contexto de crisis de empleo. Con el tiempo ganado, propone equilibrar su uso entre trabajo de cuidado, el dedicarse a intereses personales y a desarrollar nuevos conceptos acerca de lo que es el buen vivir –lo que está resumido como “cultura”–, y finalmente la participación en la política, entendida como creación social desde abajo (Haug, 2009).
Las reflexiones producidas desde la economía del cuidado, concebida como una teoría y práctica de la sostenibilidad de la vida, permiten, entonces, cuestionar la competencia individual como motor de la economía para avanzar en formas creativas de vínculos solidarios. Por otra parte, visibiliza como problema central la creciente mercantilización de las tareas de cuidado y sus consecuencias en la producción y reproducción de nuevas y viejas desigualdades en las economías nacionales y globales. Desde esta vía, se incorpora en el debate del buen vivir, planteando desafíos hacia la producción de modelos de organización social solidarios, más justos e igualitarios (Salazar et al., 2010).
Este debate también sugiere que la reducción de la pobreza pasa por encarar la necesidad social de cuidado como una tarea para las políticas públicas, para evitar que la crisis del cuidado, que va de la mano con las crisis del capitalismo, deteriore la calidad de vida de muchas mujeres, empujándolas hacia la pobreza. Las necesidades vitales de los humanos, en vez del crecimiento económico y la ganancia, deberían constituir el centro de la transformación social, lo que hace necesario una revolución del cuidado, y una reconfiguración profunda del accionar político desde las izquierdas.
El feminismo y los gobiernos progresistas, neodesarrollistas de América Latina
La aparición de gobiernos progresistas en América Latina, que se desmarcaron de las políticas neoliberales, sobre todo a partir de una redistribución del excedente, ha visibilizado una tensión en el seno del feminismo, que en el fondo existe desde los años 1970. Esta tensión se da entre una corriente, que reclama la inclusión irrestricta de las mujeres a la promesa de desarrollo desde una economía feminista, y que generalmente cuestiona al patriarcado desde la institucionalidad. En los nuevos gobiernos progresistas y sus instituciones estatales, esta corriente encontró espacios importantes para impulsar políticas dirigidas a incrementar el ingreso y, por ende, el consumo de las mujeres como actoras del modelo desarrollista.
La otra corriente, más a la izquierda, cuestiona esta política de transferencias condicionadas a las mujeres pobres como paternalista y asistencialista, identificándola como una repatriarcalización. Esta corriente cuestiona el modelo desarrollista basado en el extractivismo y el agronegocio, y concibe al feminismo como fuerza motora para la transformación integral de la sociedad. Es la que coloca a la economía solidaria, la soberanía alimentaria y la defensa de la tierra al centro de su proyecto, y piensa a los feminismos desde abajo, desde lo popular y lo comunitario. Sin embargo, ambas corrientes coexisten al interior de muchas organizaciones de mujeres, y generan una disputa acerca del sentido profundo de la lucha antipatriarcal.
Feminismos andinos, populares y comunitarios
Como hemos visto, durante las últimas dos décadas los países latinoamericanos atravesaron por una conjunto de reformas neoliberales, que implicaron el fortalecimiento del extractivismo y la división internacional del trabajo en detrimento de las mayorías empobrecidas. Las mujeres de sectores populares, las mujeres indígenas, mestizas, afros y campesinas, fueron el sector de la población que no solo llevó sobre su cuerpo la mayor carga de trabajo doméstico y productivo (de no reconocimiento e inestabilidad, producto del empobrecimiento brutal y los conflictos por la retirada del Estado de áreas estratégicas, de inversión y garantía de derechos sociales y económicos); sino que además, a partir de la dinámica imperante de mercantilización neoliberal, se fragmentaron sus demandas, y con ellas sus identidades. Se volcaron sobre ellas nuevos roles impuestos por la lógica del desarrollo y la cooperación, se “maternalizaron” sus identidades y pasaron a ser clientas precarias de servicios privatizados.
Pero estas décadas fueron también para nuestros países escenarios de resistencia organizada, en donde los pueblos y organizaciones indígenas se constituyeron como actores centrales en un proceso doble: por un lado, un proceso de resistencia antineoliberal, y por otro lado, un proceso de búsqueda de recuperación del Estado en su rol redistributivo, de garantía de derechos sociales, económicos, culturales, en su papel anti-imperialista. También se luchó por una transformación del Estado hacia la plurinacionalidad, que implicaba el cuestionamiento estructural del Estado como incompleto, colonial y oligárquico, producto de los límites del pacto colonial originado en el surgimiento de las repúblicas independientes. En ese contexto, aparece sobre todo en Ecuador y Bolivia un feminismo que con el pasar de los años va denominándose como “comunitario y popular”. No es nuestra intención mostrar las diferencias de contexto y propias de las organizaciones feministas en ambos países, sino plantear algunos puntos en común que surgen con estos feminismos. En primer lugar, estas organizaciones feministas plantean su accionar y existencia como parte de las resistencias, movilizaciones, levantamientos y construcciones populares, indígenas, campesinas y obreras que recorrieron América Latina desde las luchas por la independencia, e incluso desde la conquista y la ocupación colonial española hace más de 500 años. En ese sentido, estos feminismos rompen con la idea de que el feminismo es una corriente traída por el Norte y exclusiva de mujeres blancas de países desarrollados.
En segundo lugar, son feminismos que superan la aparente contradicción entre la corriente del feminismo de la diferencia y el feminismo de la igualdad. Cuestionan tanto la fragmentación posmoderna de las luchas identitarias y el aislamiento de la particularidad, como también el horizonte patriarcal de la equidad y la inclusión. Son feminismos que sitúan un nuevo tipo de universalidad, donde las diversidades sexuales y raciales, de contexto son asumidas con toda su carga colonial, de clase y de relación con la , pero que también entran en una apuesta política por construir caminos de reconocimiento, diálogo y construcción colectiva de transformación. Pero al mismo tiempo, se proponen el horizonte de la igualdad como producto de un proceso de despatriarcalización, anclado en la construcción de Estados Plurinacionales, y cuyo referente central ya no es el paradigma de los derechos individuales, sino la transformación de la sociedad en su conjunto.
En tercer lugar, estos feminismos articulan de manera compleja la lucha por la descolonización, la despatriarcalización, la superación del capitalismo y la construcción de una nueva relación con la naturaleza. Este entendimiento complejo propone una resignificación de ideas como comunidad, espacio público y repertorios de acción. Estos feminismos se plantean la comunidad como una construcción no naturalizada, pero sí histórica, de confluencia y pertenencia política y afectiva. En ese sentido, el proyecto de Estado Plurinacional, posibilita un diálogo entre las mujeres porque abre la posibilidad de pensar la comunidad política más allá del Estado nacional.
Finalmente, la actoras de los feminismos andinos ya no son fundamentalmente mujeres de clase media, profesionales y mestizas, sino que se produce un encuentro -por momentos conflictivo y por otros no- entre mujeres de sectores populares que se reconocen feministas y que resignifican el feminismo desde sus contextos, experiencias, producciones culturales de la vida cotidiana y situación laboral, y en donde la naturaleza, la Pachamama, aparece como categoría central de encuentro y también de movilización.
Son las mujeres campesinas, indígenas y negras quienes logran asumir el discurso sobre la importancia de la naturaleza y la relación cultural, económica y política desde otras consignas y significados que no son los que inicialmente planteaba el ecofeminismo. En la Conferencia Mundial de los Pueblos sobre el Cambio Climático de Tiquipaya, Cochabamba, de abril 2010, las feministas comunitarias manifestaron:
Entendemos a la Pachamama, a la Mapu, como un todo que va mas allá de la naturaleza visible, que va mas allá de los planetas, que contiene a la vida, las relaciones establecidas entre los seres con vida, sus energías, sus necesidades y sus deseos. Denunciamos que la comprensión de Pachamama, como sinónimo de Madre Tierra, es reduccionista y machista, que hace referencia solamente a la fertilidad para tener a las mujeres y a la Pachamama a su arbitrio patriarcal.
“Madre Tierra” es un concepto utilizado hace varios años y que se intenta consolidar en esta Conferencia de los pueblos sobre Cambio Climático con la intención de reducir a la Pachamama –así como nos reducen a las mujeres– a su función de útero productor y reproductor al servicio del patriarcado. Entienden a la Pachamama como algo que puede ser dominada y manipulada al servicio del “desarrollo” y del consumo, y no la conciben como el cosmos del cual la humanidad solo es una pequeña parte.
El cosmos, No Es, el “Padre Cosmos”. El cosmos es parte de la Pachamama. No aceptamos que “casen”, que obliguen al matrimonio a la Pachamama. En esta Conferencia hemos escuchado cosas insólitas como que el “Padre Cosmos” que existe independiente de la Pachamama y hemos entendido que no toleran el protagonismo de las mujeres y de la Pachamama, y que tampoco aceptan que ella y nosotras nos autodeterminemos. Cuando hablan del “Padre Cosmos” intentan minimizar y subordinar a la Pachamama a un Jefe de Familia masculino y heterosexual. Pero, ella, la Pachamama, es un todo y no nos pertenece. Nosotras y nosotros somos de ella.
A modo de cierre
Se puede entonces constatar que las mujeres y los feminismos han dialogado con el desarrollo desde las más variadas posturas. El dispositivo de desarrollo supo incorporar parcialmente las demandas de las mujeres, sobre todo del feminismo liberal; se creó una multitud de instituciones encargadas al desarrollo de las mujeres quienes, sin embargo, continúan siendo subalternas en el tejido institucional, sea internacional o nacional. Las políticas de desarrollo hoy cuentan con una serie de indicadores que visibilizan con herramientas la situación de las mujeres, como los presupuestos sensibles al género. En comparación, la cuestión de las relaciones patriarcales de poder al interior de la familia, que condicionan todo acceso de las mujeres a otros ámbitos económicos o políticos, ha sido relativamente poco abordada, sobre todo en términos de políticas públicas. Por otro lado, las ciencias económicas duras siguen ignorando la dimensión de género y la productividad del trabajo de cuidado, manteniendo al PIB como indicador maestro de su orientación.
Varias de las corrientes feministas aquí descritas dialogan acerca del debate del buen vivir como alternativa al desarrollo, desde diversas posturas, y también con los debates sobre el carácter plurinacional del Estado, a partir de las luchas que buscan transformar el Estado colonial, y desde los horizontes emancipatorios de la descolonización y la despatriarcalización. Las ecofeministas critican la desvalorización de lo considerado “natural” y “femenino”; las economistas del cuidado colocan el uso del tiempo de vida como parámetro central del buen vivir y plantean así otra lógica de redistribución y de felicidad –una propuesta aplicable tanto en ámbitos urbanos como rurales, tanto en el Norte global como en el Sur. Todas ellas lo hacen desde una perspectiva de crisis civilizatoria, que solamente puede solucionarse encarando las diferentes dimensiones de la dominación que ha identificado la teoría feminista: la de clase, raza, género, y la de relación con la naturaleza. Sus propuestas para someter la economía a otro tipo de ética y bajarla del trono de disciplina maestra del mundo capitalista, a partir de las necesidades humanas, tienden puentes hacia otros discursos críticos al desarrollo. Se mostró cómo las diferentes corrientes feministas transitaron desde cuestionar el paradigma de desarrollo en sí hasta proponer alternativas de desarrollo, lo que últimamente cobra fuerza en base a las condiciones discursivas y prácticas creadas por los procesos de cambio encaminados en América Latina. Desde la llegada al poder de los gobiernos progresistas en la región andina, el feminismo atraviesa por un proceso caracterizado, por un lado, por el fortalecimiento del Estado y el despliegue de políticas sociales y de redistribución, y por otro, por una rearticulación y reactualización en torno a la crítica al desarrollo: la tensión entre justicia social y superación de las desigualdades, el postextractivismo y la Naturaleza como sujeto de derechos. Al mismo tiempo, las mujeres de la región construyen otras prácticas de organización y de lucha, en lo que se denomina feminismo popular y comunitario, que parte de otros preceptos que el feminismo latinoamericano de décadas anteriores en el que las mujeres liberales de clase media llevaban la voz cantante. En las últimas tres décadas, la producción teórica y política del feminismo del Sur ha sido crucial en la conformación de nuevas tendencias y planteamientos para el conjunto de la humanidad.
Consideramos crucial dejar sentado que luego de varias décadas de conformación de pensamiento feminista desde el Norte, es desde los feminismos del Sur donde se recuperan y actualizan debates que articulan patriarcado, crisis civilizatoria, modelo de producción y de desarrollo, y las alternativas a este paradigma. Hoy, las mujeres en condición de trabajadoras productivas y reproductivas, son sujetos que desde el Sur sostienen a la humanidad y establecen vínculos distintos con el planeta.
Las campesinas, indígenas, negras, mujeres urbano-marginales que conforman los feminismos populares del Sur son las mismas que el paradigma de desarrollo oficial percibe únicamente como receptoras de programas, desde la subalternidad. Hoy, en el contexto de sus experiencias en la economía social y solidaria, o comunitaria, en torno a la destrucción de su hábitat por megaproyectos de “desarrollo”, ellas reclaman con voz colectiva otro rumbo para sus sociedades. Rechazan cualquier esencialismo de género o cultural, reivindicando por ejemplo sus derechos como mujeres dentro de la justicia indígena originaria.
Estas nuevas corrientes feministas en la región andina no son producto de los gobiernos progresistas, sino que crecen a partir de las contradicciones que atraviesan los procesos de cambio concretos, como respuesta a la crisis múltiple actual, que para estas mujeres es una crisis vivida en carne propia. Viven la contradicción entre la tarea política de producción de excedente económico para una distribución igualitaria de los recursos, y el horizonte político inmediato de abandonar el extractivismo como fuente central de este excedente, pero también de la destrucción ambiental. Desde allí disputan los sentidos del buen vivir, que al mismo tiempo son expropiados por programas de gobierno o lógicas empresariales, como en el caso de la “tarjeta de crédito del buen vivir” venezolana.
Estas mujeres hablan desde la relación de saberes, desde la relación simbólica de respeto, la sabiduría y el sentido de propiedad comunitaria, desde la Pachamama. Denuncian que el dispositivo extractivista de desarrollo no solamente es economicista y funcionaliza a la naturaleza, sino que es profundamente racista, patriarcal, clasista; y que sin abarcar estas dimensiones de poder, no se logrará desarticularlo.