8/12 Marx (y Engels) en la naturaleza : Daniel Tanuro
Karl Marx, "Gran industria y agricultura"
El Capital, Volumen 1
CAPITULO XIII
MAQUINARIA Y GRAN INDUSTRIA
10. Gran industria y agricultura
Karl Marx, El trabajo no es la fuente de toda riqueza
Karl Marx, Crítica del Programa de Gotha, I.
Primera parte del párrafo: "El trabajo es la fuente de toda riqueza y de toda cultura".
El trabajo no es la fuente de toda riqueza. La naturaleza es la fuente de los valores de uso (¡que son los que verdaderamente integran la riqueza material!), ni más ni menos que el trabajo, que no es más que la manifestación de una fuerza natural, de la fuerza de trabajo del hombre. Esa frase se encuentra en todos los silabarios y sólo es cierta si se sobreentiende que el trabajo se efectúa con los correspondientes objetos y medios. Pero un programa socialista no debe permitir que tales tópicos burgueses silencien aquellas condiciones sin las cuales no tienen ningún sentido. En la medida en que el hombre se sitúa de antemano como propietario frente a la naturaleza, primera fuente de todos los medios y objetos de trabajo, y la trata como posesión suya, su trabajo se convierte en fuente de valores de uso, y, por tanto, en fuente de riqueza. Los burgueses tienen razones muy fun dadas para atribuir al trabajo una fuerza creadora sobrenatural; pues precisamente del hecho de que el trabajo esta condicionado por la naturaleza se deduce que el hombre que no dispone de más propiedad que su fuerza de trabajo, tiene que ser, necesariamente, en todo estado social y de civilización, esclavo de otros hombres, quienes se han adueñado de las condiciones materiales de trabajo. Y no podrá trabajar, ni, por consiguiente, vivir, más que con su permiso.
Karl Marx, Metabolismo humano, necesidad y libertad
El Capital, Libro III SECCION SÉPTIMA: LOS RÉDITOS Y SUS FUENTES CAPITULO XLVIII LA FORMULA TRINITARIA (...)
Plustrabajo en general, en cuanto trabajo por encima de la medida de las necesidades dadas, tiene que seguir existiendo siempre. En el sistema capitalista como en el esclavista etc., sólo reviste una forma antagónca y es complementado por la pura ociosidad de una parte de la sociedad. La necesidad de asegurarse contra hechos accidentales y la necesaria y progresiva expansión del proceso de reproducción, expansión que corresponde al desarrollo de las necesidades y al progreso de la población y que desde el punto de vista capitalista se denomina acumulación, requieren determinada cantidad de plustrabajo. Es uno de los aspectos civilizadores del capital el que éste arranque ese plustrabajo de una manera y bajo condiciones que son más favorables para el desarrollo de las fuerzas productivas, de las relaciones sociales y de la creación de los elementos para una nueva formación superior, que bajo las formas anteriores de la esclavitud, la servidumbre, etc. De esta suerte, esto lleva por un lado a una fase en la que desaparecen la coerción y la monopolización del desarrollo social, (inclusive de sus ventajas materiales e intelectuales) por una parte de la sociedad a expensas de la otra; por el otro, crea los medios materiales y el germen de relaciones que en una forma superior de la sociedad permitirán ligar ese plustrabajo con una mayor reducción del tiempo dedicado al trabajo material en general, pues con arreglo al desarrollo de la fuerza productiva del trabajo, el plustrabajo puede ser grande con una breve jornada laboral global, y relativamente pequeño con una extensa jornada laboral global. Si el tiempo de [1044] trabajo necesario es = 3 y el plustrabajo = 3, la jornada laboral global será = 6 y la tasa del plustrabajo = 100 %. Si el trabajo necesario es = 9 y el plustrabajo = 3, la jornada laboral global será = 12 y la tasa del plustrabajo sólo = 33 1/3 %. Pero de la productividad del trabajo depende cuánto valor de uso se produce en determinado tiempo, y por consiguiente, también, en determinado tiempo de plustrabajo. La riqueza real de la sociedad y la posibilidad de ampliar constantemente el proceso de su reproducción no dependen de la duración del plustrabajo, pues, sino de su productividad y de las condiciones más o menos fecundas de producción en que aquí se lleva a cabo. De hecho, el reino de la libertad sólo comienza allí donde cesa el trabajo determinado por la necesidad y la adecuación a finalidades exteriores; con arreglo a la naturaleza de las cosas, por consiguiente, está más allá de la esfera de la producción material propiamente dicha. Así como el salvaje debe bregar con la naturaleza para satisfacer sus necesidades, para conservar y reproducir su vida, también debe hacerlo el civilizado, y lo debe hacer en todas las formas de sociedad y bajo todos los modos de producción posibles. Con su desarrollo se amplía este reino de la necesidad natural, porque se amplían sus necesidades; pero al propio tiempo se amplían las fuerzas productivas que las satisfacen. La libertad en este terreno sólo puede consistir en que el hombre socializado, los productores asociados, regulen racionalmente ese metabolismo suyo con la naturaleza poniéndolo bajo su control colectivo, en vez de ser dominados por él como or un poder ciego, que lo lleven a cabo con el mínimo empleo de fuerzas y bajo las condiciones más dignas y adecuadas a su naturaleza humana. Pero éste siempre sigue siendo un reino de la necesidad. Allende el mismo empieza el desarrollo de las fuerzas humanas, considerado como un fin en sí mismo, el verdadero reino de la libertad, que sin embargo sólo puede florecer sobre aquel reino de la necesidad como su base. La reducción de la jornada laboral es la condición básica.
Engels, La abolición de la separación ciudad-campo
Friedrich Engels, Herr Eugen Dühring's Revolution in Science (Anti-Dühring), 1877
Sección Tercera: SOCIALISMO
III. Producción
Ya la primera gran división del trabajo, la separación entre la ciudad y el campo, condenó a la población rural a un embotamiento milenario, y a la población urbana a la esclavitud de cada cual bajo su propio oficio. Esa separación aniquiló la base del desarrollo espiritual de los unos y del desarrollo físico de los otros. Cuando el campesino se apropia la tierra y el hombre de la ciudad se hace con su oficio, ocurre al mismo tiempo que la tierra se está apoderando del campesino, y el oficio del artesano. Al dividirse el trabajo se escinde también el hombre. Todas las demás capacidades físicas y espirituales se sacrifican al perfeccionamiento de una sola actividad. Este anquilosamiento del hombre se intensifica en la misma medida en que se agudiza la división del trabajo, la cual alcanza su supremo desarrollo en la manufactura. La manufactura descompone el oficio artesano en sus diversas operaciones particulares, encarga cada una de esas operaciones a un solo trabajador, como profesión de por vida, y le encadena así perpetuamente a una determinada función parcial y a una determinada herramienta. "Anquilosa y hace del trabajador un abnorme tullido, promoviendo la habilidad en el detalle como en invernadero, mediante la represión de todo un mundo de impulsos y disposiciones productivas... El mismo individuo se divide, se transforma en motor automático de un trabajo parcial"[75] (Marx): en un motor que muchas veces no consigue ser perfecto sino gracias a una mutilización, en sentido literal, física y espiritual del obrero. La maquinaria de la gran industria degrada al obrero hasta por debajo de la máquina, convirtiéndole en mero accesorio de ésta. "La especialidad de por vida de manejar una herramienta parcial se convierte en la eterna especialidad de servir a una máquina parcial. Se abusa de la maquinaria para convertir al trabajador mismo, y desde niño, en una parte de una máquina parcial" (Marx). Pero no solo los trabajadores quedan sometidos por la división del trabajo al instrumento de su actividad, sino también las clases que los explotan directa o indirectamente: el burgués de espíritu yermo está sometido a su capital y a su propia furia de beneficio; el jurista, a sus momificadas ideas jurídicas, que le dominan como poder sustantivo; las "clases ilustradas" en general, a las diversas limitaciones locales y unilateralidades, a su miopía física y espiritual, a su anquilosamiento por una educación orientada a la especialización y por un encadenamiento perpetuo a su especialidad, incluso cuando esta especialidad es el puro ocio.
Los utopistas estaban ya plenamente en claro acerca de los efectos de la división del trabajo, acerca del anquilosamiento del obrero, por una parte, y de la actividad misma del trabajo, por otra, limitada a la repetición perpetua, monótona y mecánica, de uno y el mismo acto. La superación de la contraposición entre la ciudad y el campo es para Fourier, igual que para Owen, la primera condición básica de la superación de la vieja división del trabajo en general. Según los dos autores, la población debe distribuirse por el país en grupos de mil seiscientos a tres mil seres humanos; cada grupo habita, en el centro de su demarcación, un gigantesco palacio, con comunidad doméstica. Fourier habla de vez en cuando de ciudades, pero éstas constan simplemente de cuatro o cinco palacios contiguos. Según los dos autores, cada miembro de la sociedad toma parte tanto en la agricultura cuanto en la industria; en el caso de Fourier, el papel industrial principal es desempeñado por la artesanía y la manufactura. Owen, en cambio piensa en la gran industria, y hasta propone la introducción del vapor y de la maquinaria en las tareas domésticas. Pero incluso dentro de la agricultura y de la industIia exigen ambos la mayor diversidad posible de ocupaciones para cada individuo, y, consiguientemente, la educación de la juventud es una actividad técnica lo más multilateral posible. Según los dos autores, tiene que desarrollarse el hombre de un modo universal mediante una ocupación práctica universal, y el trabajo tiene que recuperar el atractivo perdido por la división; a ello contribuirá por de pronto la variación y la correspondiente brevedad de la "sesión" (ésta es la expresión de Fourier) dedicada a cada trabajo particular. Los dos han llegado ya mucho más allá que la concepción tradicional del señor Dühring, la cual considera que la contraposición entre la ciudad y el campo es inevitable por la naturaleza de la cosa, como si en cualesquiera situaciones un cierto número de "existencias" tuviera que estar condenado a producir un solo artículo; esa concepción quiere eternizar los "tipos económicos" de hombres distinguidos por el modo de vida, y perpetuar la existencia de gentes que se alegran de ejercitar una cosa y ninguna otra, es decir, que han caído ya tan bajo que se alegran de su propia esclavitud y unilateralidad. Comparado con las ideas básicas incluso de las más insensatas fantasías del "idiota" Fourier, o con las más pobres ideas del "rudo, pálido y débil" Owen, el señor Dühring, todavía sometido totalmente a la división del trabajo, aparece como un impertinente enano.
Al hacerse dueña de todos los medios de producción para aplicarlos social y planeadamente, la sociedad suprime el anterior sometimiento del hombre a sus propios medios de producción. Como es obvio, la sociedad no puede liberarse sin que quede liberado cada individuo. Por eso el antiguo modo de producción tiene que subvertirse radicalmente, y, en especial, tiene que desaparecer la vieja división del trabajo. En su lugar tiene que aparecer una organización de la producción en la que, por una parte, ningún individuo pueda echar sobre las espaldas de otro su participación en el trabajo productivo, esa condición natural de la existencia humana, y en la que, por otra parte, el trabajo productivo, en vez de ser un medio de servidumbre, se haga medio de la liberación de los hombres, al ofrecer a todo individuo la ocasión de formar y ocupar en todos los sentidos todas sus capacidades físicas y espirituales, y al dejar así de ser una carga para convertirse en una satisfacción.
Todo eso ha dejado ya hoy de ser mera fantasía, mero piadoso deseo. Dado el actual desarrollo de las fuerzas productivas, basta ya el aumento de la producción que viene dado por la socialización de las fuerzas productivas, por la eliminación de las inhibiciones y perturbaciones nacidas del modo de producción capitalista, del despilfarro de productos y medios de producción, para que, con una participación general en el trabajo, el tiempo de éste pueda reducirse a una duración muy pequeña desde el punto de vista de nuestros actuales conceptos.
La superación de la vieja división del trabajo no es tampoco una exigencia que tenga que pagarse con una pérdida de productividad del trabajo. Al contrario. La gran industria ha hecho ya de ella una condición de la producción misma. "La operación a máquina supera la necesidad de fijar, al modo de la manufactura, la distribución de los grupos de obreros entre las diversas máquinas, adaptando constantemente los mismos trabajadores a la misma función. Como el movimiento total de la fábrica no parte del obrero, sino de la máquina, puede organizarse un constante cambio de personal sin interrupción del proceso de trabajo... Por último, la rapidez con la cual se aprende de joven el trabajo a máquina elimina igualmente la necesidad de educar a una clase especial de trabajadores de un modo exclusivo para trabajos a máquina." Pero mientras que el modo capitalista de utilizar la maquinaria tiene que continuar la vieja división del trabajo con sus momificadas particularidades, a pesar de que éstas se han hecho técnicamente superfluas, la maquinaria misma se subleva contra ese anacronismo. La base técnica de la gran industria es revolucionaria. "Mediante la maquinaria, los procesos químicos y otros métodos, revoluciona constantemente, junto con los fundamentos técnicos de la producción, las funciones de los trabajadores y las combinaciones sociales del proceso de trabajo. Así revoluciona con la misma constancia la división del trabajo en el interior de la sociedad, y lanza ininterrumpidamente masas de capital y masas de obreros de una rama de la producción a otras. La naturaleza de la gran industria condiciona por tanto la variación del trabajo, el fluido carácter de las funciones, la movilidad omnilateral del trabajador... Se ha visto cómo esta contradicción absoluta... se desencadena en la ininterrumpida liturgia del sacrificio de la clase obrera, en el más desmedido despilfarro de las fuerzas de trabajo y en las destrucciones causadas por la anarquía social. Este es su aspecto negativo. Pero aunque el cambio de trabajo se impone hoy día sólo como irresistible ley natural y con el ciego efecto destructor de la ley natural que tropieza en todas partes con obstáculos, la gran industria está convirtiendo, por sus mismas catástrofcs, en una cuestión de vida o muerte el cambio de trabajo y, con él, la mayor multilateralidad posible del trabajador, como ley social general de la producción, a cuya normal realización hay que adaptar las condiciones. La gran industria pone como cuestión de vida o muerte la necesidad de sustituir esa monstruosidad que es la existencia de una población obrera de reserva, mantenida en la miseria a disposición de las cambiantes necesidades de la explotación, por la absoluta disponibilidad de los seres humanos para cambiantes exigencias de trabajo; la sustitución del individuo parcial, mero portador de una función social de detalle, por el individuo totalmente desarrollado, para el cual diversas funciones sociales son simplemente modos de actividad que se alternan" (Marx, El Capital).
Al enseñarnos a transformar los movimientos moleculares que pueden conseguirse más o menos en todas partes en movimientos masivos útiles para fines técnicos, la gran industria ha liberado en gran medida a la producción industrial de sus limitaciones locales. La fuerza hidráulica era local, pero la del vapor es libre.
Mientras que la fuerza hidráulica es necesariamente rural, la del vapor no es necesariamente urbana. Su aplicación capitalista es la que la ha concentrado primordialmente en las ciudades, transformando aldeas fabriles en ciudades industriales. Pero con eso mina al mismo tiempo las condiciones de su propia explotación. La primera exigencia de la máquina de vapor y la necesidad principal de casi todas las ramas de la gran industria es contar con un agua relativamente limpia. Pero la ciudad industrial convierte todas las aguas en un hediondo líquido. Por eso, en la misma medida en que la concentración urbana es una condición básica de la producción capitalista, en ella misma tiende siempre cada capitalista industrial a alejarse de las grandes ciudades que aquella producción ha creado, y a acercarse a la explotación en el campo. Este proceso puede estudiarse en concreto en los distritos textiles del Lancashire y el Yorkshire; la gran industria capitalista engendra allí constantemente nuevas grandes ciudades en su huida de la ciudad al campo. Análogamente ocurre en los distritos metalúrgicos, en los que causas en parte diversas producen los mismos efectos.
Este nuevo círculo vicioso, esta contradicción constantemente reproducida por la moderna industria, no puede tampoco superarse sin superar su carácter capitalista. Sólo una sociedad que haga interpenetrarse armónicamente sus fuerzas productivas según un único y amplio plan puede permitir a la industria que se establezca por toda la tierra con la dispersión que sea más adecuada a su propio desarrollo y al mantenimiento o a la evolución de los demás elementos de la producción.
La superación de la contraposición entre la ciudad y el campo no es pues, según esto, sólo posible. Es ya una inmediata necesidad de la producción industrial misma, como lo es también de la producción agrícola y, además, de la higiene pública. Sólo mediante la fusión de la ciudad y el campo puede eliminarse el actual envenenamiento del aire, el agua y la tierra; sólo con ella puede conseguirse que las masas que hoy se pudren en las ciudades pongan su abono natural al servicio del cultivo de las plantas, en vez de al de la producción de enfermedades.
La industria capitalista se ha hecho ya relativamente independiente de las limitaciones locales dimanantes de la localización de la producción de sus materias primas. La industria textil trabaja, si atendemos a las grandes cifras, materias primas importadas. Minerales de hierro españoles se trabajan en Inglaterra y Alemania; menas españolas y sudamericanas de cobre se trabajan en Inglaterra.
Cada distrito carbonífero proporciona combustible a una zona industrial situada más allá de sus límites y que aumenta de año en año. Por toda la costa europea se utilizan máquinas de vapor alimentadas por carbón inglés, y a veces alemán y belga. Pero la sociedad liberada de la producción capitalista puede ir aún mucho más allá. Al engendrar un linaje de productores formados omnilateralmente, que entienden los fundamentos científicos de toda la producción industrial y cada uno de los cuales ha seguido de hecho desde el principio hasta el final toda una serie de ramas de la producción, aquella sociedad crea una nueva fuerza productiva que supera con mucho el trabajo de transporte de las materias primas o los combustibles importados desde grandes distancias.
La superación de la separación de la ciudad y el campo no es, pues, una utopía, ni siquiera en atención al hecho de que presupone una dispersión lo más uniforme posible de la gran industria por todo el territorio. Cierto que la civilización nos ha dejado en las grandes ciudades una herencia que costará mucho tiempo y esfuerzo eliminar. Pero las grandes ciudades tienen que ser suprimidas, y lo serán, aunque sea a costa de un proceso largo y difícil.
Engels, Dominación de la naturaleza, dialéctica del progreso, capital y cortoplacismo
Friedrich Engels, Dialéctica de la Naturaleza, 1876
"El papel del trabajo en la transformación del mono en hombre"
En una palabra, el animal utiliza la naturaleza exterior e introduce cambios en ella pura y simplemente con su presencia, mientras que el hombre, mediante sus cambios, la hace servir a sus fines, la domina. Es esta la suprema y esencial diferencia entre el hombre y los demás animales; diferencia debida también al trabajo.* No debemos, sin embargo, lisonjearnos demasiado de nuestras victorias humanas sobre la naturaleza. Esta se venga de nosotros por cada una de las derrotas que le inferimos. Es cierto que todas ellas se traducen principalmente en los resultados previstos y calculados, pero acarrean, además, otros imprevistos, con los que no contábamos y que, no pocas veces, contrarrestan los primeros. Quienes desmontaron los bosques de Mesopotamia, Grecia, el Asia Menor y otras regiones para obtener tierras roturables no soñaban con que, al hacerlo, echaban las bases para el estado de desolación en que actualmente se hallan dichos países, ya que, al talar los bosques, acababan con los centros de condensación y almacenamiento de la humedad. Los italianos de los Alpes que destrozaron en la vertiente meridional los bosques de pinos tan bien cuidados en la vertiente septentrional no sospechaban que, con ello, mataban de raíz la industria lechera en sus valles, y aún menos podían sospechar que, al proceder así, privaban a sus arroyos de montaña de agua durante la mayor parte del año, para que en la época de lluvias se precipitasen sobre la llanura convertidos en turbulentos ríos. Los introductores de la patata en Europa no podían saber que, con el tubérculo farináceo, propagaban también la enfermedad de la escrofulosis. Y, de la misma o parecida manera, todo nos recuerda a cada paso que el hombre no domina, ni mucho menos, la naturaleza a la manera como un conquistador domina un pueblo extranjero, es decir, como alguien que es ajeno a la naturaleza, sino que formamos parte de ella con nuestra carne, nuestra sangre y nuestro cerebro, que nos hallamos en medio de ella y que todo nuestro dominio sobre la naturaleza y la ventaja que en esto llevamos a las demás criaturas consiste en la posibilidad de llegar a conocer sus leyes y de saber aplicarlas acertadamente.
No cabe duda de que cada día que pasa conocemos mejor las leyes de la naturaleza y estamos en condiciones de prever las repercusiones próximas y remotas de nuestras ingerencias en su marcha normal. Sobre todo desde los formidables progresos conseguidos por las ciencias naturales durante el siglo actual, vamos aprendiendo a conocer de antemano, en medida cada vez mayor, y por tanto a dominarlas, hasta las lejanas repercusiones naturales, por lo menos, de nuestros actos más habituales de producción. Y cuanto más ocurra esto, más volverán los hombres, no solamente a sentirse, sino a saberse parte integrante de la naturaleza y más imposible se nos revelará esa absurda y antinatural representación de un antagonismo entre el espíritu y la materia, el hombre y la naturaleza, el alma y el cuerpo, como la que se apoderó de Europa a la caída de la antigüedad clásica, llegando a su apogeo bajo el cristianismo.
Ahora bien, si ha hecho falta el trabajo de siglos hasta que hemos aprendido, en cierto modo, a calcular las consecuencias naturales remotas de nuestros actos encaminados a la producción, la cosa era todavía mucho más difícil en lo que se refiere a las consecuencias sociales de estos mismos actos. Hemos hablado de las patatas y de la propagación de la escrofulosis, como una secuela de ellas. Pero, ¿qué es la escrofulosis, comparada con las consecuencias que ha acarreado para la situación de vida de las masas del pueblo de países enteros la reducción de los obreros a una alimentación a base de ese tubérculo, comparada con la epidemia de hambre que en 1847 asoló a Irlanda a consecuencia de la enfermedad de las patatas, sepultando bajo tierra a un millón de irlandeses que apenas comían otra cosa y arrojando a dos millones al otro lado del mar? Cuando los árabes aprendieron a destilar el alcohol no pensaban ni en sueños que habían creado con ello una de las principales armas con que se aniquilaría a los indígenas de la América entonces aún no descubierta. Y cuando Colón, andando el tiempo, descubrió América, no sabía que con ello hacía resucitar la esclavitud, en Europa superada ya de largo tiempo atrás, y sentaba las bases para la trata de negros. Ni a los hombres que en los siglos XVI y XVII trabajaban por crear la máquina de vapor se les podía pasar por las mientes que estaban preparando el instrumento que más que ningún otro habría de revolucionar el orden social del mundo entero y que en Europa sobre todo, mediante la concentración de la riqueza en manos de la minoría y de la miseria del lado de la inmensa mayoría, empezaría entregando a la burguesía el poder social y político y provocaría luego entre la burguesía y el proletariado una lucha de clases que sólo terminará con el derrocamiento de la burguesía y la abolición de los antagonismos de clase. Pero también en este terreno una larga y a veces dura experiencia y el acopio y la investigación de material histórico nos va enseñando, poco a poco, a ver claro acerca de las consecuencias sociales indirectas y lejanas de nuestra actividad productiva, lo que nos permite, al mismo tiempo, dominarlas y regularlas.
Ahora bien, para lograr esta regulación no basta con el mero conocimiento. Hace falta, además, transformar totalmente el régimen de producción vigente hasta ahora y, con él, todo nuestro orden social presente.
Todos los sistemas de producción conocidos hasta ahora no tenían otra mira que el sacarle un rendimiento directo e inmediato al trabajo. Se hacía caso omiso de todos los demás efectos, revelados solamente más tarde, mediante la repetición y acumulación graduales de los mismos fenómenos. La propiedad común originaria sobre la tierra respondía, de una parte, a un estado de desarrollo del hombre en el que su horizonte visual se reducía a lo estrictamente necesario para el día y, de otra parte, presuponía un cierto remanente de tierras disponibles, que brindaba algún margen de maniobra frente a las desastrosas consecuencias eventuales de aquella economía primitiva de tipo selvático. Agotado el remanente de tierras, se derrumbó la propiedad en común. Todas las formas superiores de producción se tradujeron en la división de la población en clases y, con ello, en el antagonismo entre clases dominantes y oprimidas; y esto hizo que el interés de la clase dominante pasara a ser el resorte propulsor de la producción, en la medida en que ésta no se limitaba estrictamente a proporcionar el sustento a los oprimidos. Los capitalistas individuales, en cuyas manos se hallan los resortes de mando sobre la producción y el cambio, sólo pueden preocuparse de una cosa: de la utilidad más directa que sus actos les reporten. Más aún, incluso esta utilidad -cuando se trata de la que rinde el artículo producido o cambiado- queda completamente relegada a segundo plano, pues el único incentivo es la ganancia que de su venta pueda obtenerse.
La ciencia social de la burguesía, la economía política clásica, sólo se ocupaba, preferentemente, de las consecuencias sociales directas perseguidas por los actos humanos encaminados a la producción y al cambio. Lo cual corresponde por entero al tipo de organización social de que esa ciencia es expresión teórica. Allí donde la producción y el cambio corren a cargo de capitalistas individuales que no persiguen más fin que la ganancia inmediata, es natural que sólo se tomen en consideración los resultados inmediatos y directos. El fabricante o el comerciante de que se trata se da por satisfecho con vender la mercancía fabricada o comprada con el margen de ganancia usual, sin que le preocupe en lo más mínimo lo que mañana pueda suceder con la mercancía o con su comprador. Y lo mismo sucede con las consecuencias naturales de estos actos. A los plantadores españoles de Cuba, que pegaron fuego a los bosques de las laderas de sus comarcas y a quienes las cenizas sirvieron de magnífico abono para una generación de cafetos altamente rentables, les tenía sin cuidado el que, andando el tiempo, los aguaceros tropicales arrastrasen el mantillo de la tierra, ahora falto de toda protección, dejando la roca pelada. Lo mismo frente a la naturaleza que frente a la sociedad, sólo interesa de un modo predominante, en el régimen de producción actual, el efecto inmediato y el más tangible; y, encima, todavía produce extrañeza el que las repercusiones más lejanas de los actos dirigidos a conseguir ese efecto inmediato sean muy otras y, en la mayor parte de los casos, completamente opuestas: el que la armonía de la oferta y la demanda se trueque en su reverso, como lo demuestra el curso de todo el ciclo industrial cada diez años, de lo que también Alemania ha tenido una pequeña muestra con el "crac";2 el que la propiedad privada basada en el trabajo propio se desarrolle necesariamente hasta convertirse en la carencia de propiedad de los obreros, mientras toda posesión se concentra más y más en manos de los que no trabajan; el que [...]3
Daniel Tanuro, ¿Energías de flujo o energías de stock? Un caballo de Troya en la ecología de Marx
Leon Trotsky, La filosofía de Mendeleyev (1825)
Obras de León Trotsky, Tomo II: Literatura y Revolución, p. 220, Juan Pablos Editor, Mexico DF, 1973